rápidamente por la ciudad y poco después se extendió por Andalucía.
En Sevilla, el Guadalquivir fue la vía de llegada y propagación de la epidemia. Los primeros casos se registraron en el arrabal de Triana durante el mes de agosto y cogieron por sorpresa tanto a la autoridades civiles como a las sanitarias. Al no saber de que forma hacer frente a tan peligrosa situación, fueron convocadas reuniones extraordinarias de médicos a las que los trianeros acudieron masivamente movidos por la curiosidad, lo cual aceleró la transmisión de la peligrosa fiebre. Algunos facultativos advirtieron del elevado riesgo de contagio; sin embargo, la mayoría de los doctores no lo consideraron así y, por consiguiente, ni se tomaron demasiadas medidas ni las oportunas precauciones. De este modo, el mal cruzó el río y penetró en el interior del recinto amurallado de la ciudad, siendo los primeros focos de infección los barrios de Los Humeros, San Lorenzo y San Vicente.
La fiebre amarilla azotó la ciudad durante cien días y en ese tiempo padecieron la enfermedad 76.500 de sus 80.000 pobladores, de los cuales perdieron la vida más de 14.500 , por lo que fue necesario abrir fosas comunes en el Prado de San Sebastián y en la Macarena con el objeto de poder dar sepultura a tan elevado número de víctimas.
La población quedó diezmada- había perecido uno de cada cinco de sus habitantes- y bastante traumatizada, por lo que el doloroso recuerdo de esta terrible epidemia perduró en la memoria colectiva sevillana durante muchos años.
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